12.27.2011

onetti


Pero ya no tengo necesidad de tenderle trampas estúpidas. Es ella la que viene por la noche, sin que yo la llame, sin que sepa de dónde sale. 

-¿Los demás? ¡Allá se las arreglen! Prefiero reírme de sus sufrimientos a llorar los míos. Desafío a cualquier hombre a que me cause la más ligera pena.


¡Cuántos jóvenes talentos, confinados en una buhardilla, se marchitan y perecen por falta de un amigo, por falta del consuelo de una mujer, en el seno de un millón de seres, en presencia de una multitud harta de oro y que se aburre!

Piel de zapa


Si me posees, lo poseerás todo.
Pero tu vida me pertenecerá.

A estas horas, aquí




(fragmento)
Uno es un tonto en una cama acostado,
sin mujer, aburrido, pensando,
sólo pensando.
No tengo "hambre de amor", pero no quiero
pasar todas las noches embrocado
mirándome los brazos,
o, apagada la luz, trazando líneas con la luz del cigarro.
Leer, o recordar,
o sentirme tufo de literato,
o esperar algo.

Fragmentos de adan y eva, Sabines


Adán y Eva IV
-Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las
hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden. ¿Por qué? Te he visto a ti también, como las palomas, enardeciéndote cuando yo estoy tranquilo. ¿Es que tu sangre y la mía se encienden a diferentes horas?

Ahora que estás dormida debías responderme. Tu respiración es tranquila y tienes el rostro desatado y los labios abiertos. Podrías decirlo todo sin aflicción, sin risas.

¿Es que somos distintos? ¿No te hicieron , pues, de mi costado, no me
dueles?

Cuando estoy en ti, cuando me hago pequeño y me abrazas y me
envuelves y te cierras como la flor con el insecto, sé algo, sabemos algo. La hembra es siempre más grande, de algún modo.
Nosotros nos salvamos de la muerte. ¿Por qué? Todas las noches nos
salvamos. Quedamos juntos, en nuestros brazos, y yo empiezo a crecer como el día.

Algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de
darme nunca.

¿Por qué nos separaron? Me haces falta para andar, para ver, como un
tercer ojo, como otro pie que sólo yo sé que tuve.

Adán y eva V
Mira, ésta es nuestra casa, éste nuestro techo. Contra la lluvia, contra el sol, contra la noche, la hice. La cueva no se mueve y siempre hay
animales que quieren entrar. Aquí es distinto, nosotros también somos
distintos.

-¿Distintos porque nos defendemos, Adán? Creo que somos más débiles.

-Somos distintos porque queremos cambiar. Somos mejores.

-A mí no me gusta ser mejor. Creo que estamos perdiendo algo. Nos
estamos apartando del viento. Entre todos los de la tierra vamos a ser
extraños. Recuerdo la primera piel que me echaste encima: me quitaste mi piel, la hiciste inútil. Vamos a terminar por ser distintos de las estrellas y ya no entenderemos a los árboles.

-Es que tenemos uno que se llama espíritu.

-Cada vez tenemos más miedo, Adán.

-Verás. Conoceremos. No importa que nuestro cuerpo...

-¿Nuestro cuerpo?

-...esté más delgado. Somos inteligentes. Podemos más.

-¿Qué te pasa? Aquella vez te sentaste bajo el árbol de la mala sombra y te dolía la cabeza. ¿Has vuelto? Te voy a enterrar hasta las rodillas otra vez.



Adán y Eva VIII
-Hace tres días salió Adán y no ha vuelto. Ay, yo era feliz, yo era feliz.

He tenido miedo, no he podido dormir.

Estoy sola, ¿Por qué no regresa? Salí a buscarlo pero él no estaba, lo
llamé. Me asusta la noche, ¿qué puedo hacer sin él? Todo es muy
grande, muy largo, sin rumbo. Estoy perdida, rodeada de cosas
extrañas, ¿por qué no vuelve ya?

Adán, Adán, Adán, se va a apagar el fuego, me voy a apagar yo, y tú
no vuelves. ¡Qué vas a encontrar?

Y Eva se ha quedado dormida. Y estaba dormida cuando llegó Adán.

Adán llegó cansado pero no descansó. Se puso a mirarla, y la estuvo
mirando por primera vez.


Aleteo de Emily Roberts


(fragmento)
Click, click, click, el negativo de una foto en la página de un álbum. De nuestras fotos rotas. De nuestras escaleras sin caracol. Flor del tiempo, luciérnaga del alba batiendo sus alas.
No conocemos el alcance de nuestros actos.

Diagnóstico de Emily Roberts

‎"Todo vino
sin pensarlo,
sin buscarlo,
sin saber cómo
deshacerlo
(cómo
desatarlo).
Me lamí la herida,
tragué el veneno
ingrato.
Para qué no decirlo
si es verdad. Si tú
lo sabes y yo
lo sé
(absurdos telegramas).

"
Emily Roberts

12.11.2011

¿Qué putas puedo hacer?


(fragmento)

¿Que putas puedo hacer, Tarumba,
si no soy santo, ni héroe, ni bandido,
ni adorador del arte,
ni boticario,
ni rebelde?
¿Que puedo hacer si puedo hacerlo todo
y no tengo ganas sino de mirar y mirar?

10.02.2011

10.01.2011

Marisa Trejo Sirvent



Del poemario Jardín del Paraíso

La mitad de Paraíso
Cédeme ahora que estás lejos
Los momentos de intenso placer,
las noches en los bares
que recorrimos juntos
El aroma de nuestros deseos
y el de los deseos concluidos.
Cédeme
los sábados de hacer el amor
y tardes en mesas de café
Escribiendo
las palabras que cruzan
los bulevares
y las mañanas iluminadas en tu presencia
Cédeme
la mitad del paraíso

Paraíso
Paraíso tu cuerpo
Lo que bebí de tus deseos,
tus palabras irrepetibles
solo en momentos de pasión
Tus muslos sobre mis piernas
en el espejo del tiempo
sobre ese mar inmenso de mi cuerpo

Cuerpo
Nocturno cuerpo
Recorro así de noche
tus avenidad interiores
Las luces de neón
de la ciudad
para que las camines
Y me devuelvan siempre
tus pequeños rincones
Tu carne en éxtasis
Placer y noches
olfateando tus puertos
En esa droga
sagrada de tu mirada

Mirada
Por mucho que te mire
me falta tiempo
y la fórmula mágica
para llevarte siempre
Desnudo
Viéndote.

Viéndote.
Viéndote
desnudo sobre estos linos blancos
no comprendo
las miles de pinturas de senos
de mujeres posando
Deseaban el momento perfecto
de pintar
a su amado sobre unos linos blancos
deramándose


Derramándose
Mis ansias
de encallar en tus puertos
con la intensidad
con la que un día derramaste
Luminosamente
tu forma de atraparme
sobre mi viente deseoso
adicto en madrugadas
a tu recuerdo

Tu recuerdo.
Tu recuerdo es un contrasentido
No forma parte del pasado
Es parte de mis senos
Hace un hueco
en una parte de mi almohada
Va conmigo
como un fulgor que me envuelve
Lo palpo en madrugadas insomnes
donde la lluvia
de tu incomprensible recuerdo
gotea sobre mi rostro

Rostros
En madrugada surgen
rostros y goces
revelaciones
de secretos deseos
Me disponen en celo
en Sílabas entrecortadas
de tus labios
y notas de tristes blues
Mientras
en tu espera gozo.

Gozo
Gozo
las ganas de tenerte
en medio
de mi orgasmo

Orgasmo
Cuando pruebo
tu piel enardecida
La punta de tus pezones tiernos
la marejada salobre
de tus ansias
y mis ansias contenidas
dibujo sobre tu cuerpo
este ardor y mi éxtasos
Que algún día harán temblar
sus jeroglíficos

Jeroglíficos
Palpo tu cuerpo
como a figurilla de barro
Trazo uno a uno
serenamente
los jeroglíficos
que elevarán tu ardor
y alejarán el olvido.

Olvido
Olvido
que nunca me enviaste flores
que pierdes días enteros
que te olvide de mí
que no vuelvas a besarme
Lo demás
Tu cuerpo al desnudo
ya está sobre mis labios

Sobre mis labios
Para verte de nuevo
cerré los ojos
y un calor recorrió mi cuerpo
Sólo estaban tus pasos
Tu voz como una sed
recorría mi piel
Noche tras noche
podía sentir todavía
la dulzura de tus manos
sobre mi desnudez
Las gotas de lluvia
sobre los cristales
de las ventanas.
Tus ojos tocan
mis lunas de aguas
Cualquier silencio
nos delata en llamas
Iluminando el centro
de la dicha
Asedia el mundo
Penetra
transparente
Llueves como un verano
sobre mi cuerpo
Fugaz en fuegos
líquido y en sueños
En mi vientre y el mar
sobre mis labios
En mi piel y tu piel
sobre mis senos.

9.25.2011

fake designers

Para librarme de tu recuerdo no necesito de oraciones, listones, llanto; para librarme de ti escribo, letra a letra, seis maneras para olvidarte. Puedo escucharte en cada golpe


http://fakedesigners.bandcamp.com/album/on-the-side-of-the-sky

Cold war kids - Mine is yours


I don’t own the sun I don’t own the moon
They only come out when they want to
They don’t care whether I promised you

Carlos Ruíz Zafón

¿Sabe lo mejor de los corazones rotos? Que sólo pueden romperse de verdad una vez. Lo demás son rasguños

9.14.2011

Anaïs Nin

Cualquier forma de amor que encuentres, vívelo. Libre o no libre, casado o soltero, heterosexual u homosexual, son aspectos que varían de cada persona. Hay quienes son más expansivos, capaces de varios amores. No creo que exista una única respuesta para todo el mundo.

Mi vida se dificulta por mi pensamiento y la necesidad de comprender lo que estoy viviendo.

No puedes salvar a las personas, sólo puedes amarlas.

Si a los ojos de cierta gente soy perversa o monstruosa, tanto da.

.Sé que me veo arrastrada a esta impasse una y otra vez, y que enfrento el mismo desenlace, la posesión física.; y que no me interesa la posesión física sino el juego, como le sucede a don Juan, el juego de la seducción, de enloquecer al otro, de poseer a los hombres, no solo físicamente sino también sus almas; soy más absorbente que las putas

9.11.2011

Gregorio Bonmatí 2

El primer impulso consiste en perseguir un objetivo. Una vez logrado, él nos persigue. Y nunca más podremos ya quitárnoslo de encima

8.31.2011

Y es que uno quisiera que las cosas marcharan sobre ruedas. Que no hubiera complicaciones. Que no fuera tan difícil vivir
...Que no le pregunten, que no se extrañen si deja de interesarse, que no le digan que, después de todo, la idea había sido suya.....

Solemne ceremonia absurda

Uno puede llenarse la vida de ceremonias y eso simplifica las cosas. Como esa idea de llenar el cuarto vacío de recuerdos,... de cosas que ya ni nos acordábamos.

Edad

...Los años. Los años. Para ti más que para mí. Porque yo todavía estoy joven. Todavía. A pesar de todo.

El gesticulador (2)

ELENA.-(Acercándose a Julia) No es la belleza lo único que hace acercarse a los hombres, Julia.
JULIA.-No... pero es lo único que no los hace alejarse.
ELENA.-De nada te servía quedarte en México. Alejándote, en cambio, puedes conseguir que ese muchacho piense en ti.
JULIA.-Sí... con alivio, como en un dolor de muelas ya pasado. Ya no le doleré... y la extracción no le dolió tampoco.

8.22.2011

pablo-m-antunez

sí el amor cala
lo sé cariño
lo sé
quema como la rosa
como la sal
como tu estúpido regreso
quema demasiado

http://revistareplicante.com/literatura/poesia/mi-casa-se-ha-vuelto-ave/

8.21.2011

Rafael Toriz (2)

es necesario someter las pulsiones y los deseos a un permanente ejercicio crítico, a un examen que sepa que la evasión combinada con el placer es sólo el primer peldaño de la vasta escalera de la experiencia humana que facilita la droga: cada quien tiene los infinitos que se merece.

Aldous Huxley

“el deseo por el alcohol etílico y los opiáceos ha sido más fuerte, en toda esta gente, que el amor hacia Dios, el hogar, los niños e incluso la vida”

Rafael Toriz

Hay temperamentos a los que no les basta mirar la hoguera: necesitan arder con ella.

de aquí

8.07.2011

El primer amor ¿nunca se olvida?

Acaba de pasar Esperanza* quedé asombrado, perplejo de cómo ya no me interesa en lo más mínimo, de cómo es una extraña, nada, vaguedad en mi vida. Y todo en tan poco tiempo. ¿Es ésta mi capaccidad de olvido, mi capacidad de amor?
4 de septiembre del 48
*Ex novia de Jaime.

Y de hecho, extraído de una entrevista:
-¿Cómo recuerda su primer amor?
-Fue una historia que me tuvo la cabeza ocupada mucho tiempo. Se llamaba Esperanza, era chaparrita y le decíamos La Pelancha. A cada rato nos peleábamos y luego nos volvíamos a juntar. Claro que en esos ratos que estábamos peleados, buscaba a otras novias pero me duraban una semana, porque el amor me jalaba con La Pelancha.

Y luego
-¿No volvió a ver a La Pelancha?
-No, la historia no termina ahí. La Pelancha vino a buscarme a México y unos amigos me organizaron una cena con ella. Había pasado un año y medio sin verla. Durante la reunión nos dejaron un rato platicando solos, y me di cuenta de que era un truco para que volviera a caer en sus manos, en esa época tenía varias novias... Esa noche me sentí muy triste después de verla. Pensé: "Por qué me pasa esto, por qué la mujer de la que estaba tan locamente enamorado ahora no significa nada para mí". Me acordaba de los versos de Bécquer, que empezaban: "Dime mujer cuando el amor se acaba..." En ese instante tuve la primera noción del desamor.

18 de agosto del 48

Las mujeres siempre se enojan por cualquier cosa; a veces no saben ni por qué.

27 de julio del 48

Es una gran alegría ésta de aprisionarte con mis párpados al dormir

23 de julio 1948

yo debo hacer el bobo para escribir cartas de enamorado (bueno, no cuesta mucho trabajo) y me da cólera pensar que otros ojos qur no sean los tuyos las lean

1-julio-48

Esstoy, pues, en vacaciones /prolongadas/ y no estoy triste. No tengo tiempo para estar triste.

--
Te considero mía ya inaplazablemente: mía sin distancias; mía sin tiempo. Eres mía como una cosa sabida.... Y de este modo no tiene importancia la lejanía; sé que estás lejos, pero me perteneces; sé que estás distante, pero eres mía.

7.26.2011

Pienso, mi amor

de Salvador Novo
Pienso, mi amor, en ti todas las horas
del insomnio tenaz en que me abraso;
quiero tus ojos, busco tu regazo
y escucho tus palabras seductoras.

Digo tu nombre en sílabas sonoras,
oigo el marcial acento de tu paso,
te abro mi pecho -y el falaz abrazo
humedece en mis ojos las auroras.

Está mi lecho lánguido y sombrío
porque me faltas tú, sol de mi antojo,
ángel por cuyo beso desvarío.

Miro la vida con mortal enojo,
y todo esto me pasa, dueño mío,
porque hace una semana que no cojo.

7.18.2011

Eufenismos

no te puedes imaginar cómo me altera, cómo me alegra, cómo me deshace eso que dices de un dulce que extraña tu boca....
con tal de que te acuerdes de mí y sigas deseando el dulce que te tengo. Ya veras en qué buenas condiciones. Te voy a endulzar la cara, los oídoss, la boca. Y voy a beber de tu miel, también, bajo tu lengua, entre tu carne apretada y escondida.
20 de enero de 1950

¿Ya no tienes ganas.. de nada? ¿No te da lástima el pobre Jaime? ¿No quisieras el dulce que te doy siempre? ¿No me darías de tu veneno?
17 de octubre del 51

Me da gusto que tengas ganas de darle una probadita al dulce y te aseguro que te lo estoy guardando para diciembre. A mí me encantaría también.
15 de noviembre del 51

Te pertenezco totalmente... En lo único que yo voy a mandar, será en los besos que te daré, en las caricias que no podrás evitar. Aquí vas a ser obediente y te vas a dejar matar pot mí, porque te voy a deshacer, ya verás.... Te sé de memoria, y te repaso diariamente, con miss ojos cerrados, con mi boca, con mis manos, con mi cuerpo todo, con cada célula. Necesito olerte, gustarte, verte, tocarte, oírte. ¡Si supieran cómo está el dulce necesitado de tí! (Te voy a llenar la boca mil vecess, y los oídos, y el cuello, y los ojos. Todo lo que quieras. Lo deseo, lo quiero, es urgente).
28 de noviembre del 51

Decididamente me he vuelto un misántropo.

Decididamente me he vuelto un misántropo. Y hasta cierto punto, tú tienes la culpa también. El toloache. La desnutrición. La poesía. El afán místico. Todo eso me tiene hecho un pendejo todavía.
Y lo peor de todo es que estoy a gusto así.
25 de julio del 48

25 de julio del 48

Y lo de que tenga ganas de enamorar a alguien es cierto, pero yo siempe tengo ganas de enamorar a alguien.

¿Por què?

¿Por què?... La noche aquella me decías tú “¿por qué?”
...
...La vida tiene su secreto; este secreto se llama “Porque sí”

29 de enero del 48

Perdóname también el que te quiera como a mí mismo; porque me soy infiel, porque me engaño.

Tu amor, mi amor,

Tu amor, mi amor, es eje, cento, causa y efecto. Principia y termina en sí mismo. Es, como la existencia, un círculo; como la muerte, como el olvido.
Pero hay tangentes, fuerzas que arrastran, corazones “centrífugos”... Yo giro alrededor de ti -y en esto también pareces astro- pero el destino me saca de órbita, y mi presencia tira desenfrenada en las manos del tiempo.

29 d enero del 48

Poema: Nocturno

El sur está a mi espalda cuando estoy frente a ella.
Qué hermoso sería morirse, de repente, con ella!
Escribo de esto al mar y me contestan las olas.
Pregunto de esto al cielo y me responde estrellas.
Los muertos todos, todos, viven en mí por verla.
Yo no me he ido en hijos todavía por verla.
Es como una tristeza alegre de amapola
y es como una libre resignación de perla.
Todo lo que no soy, hasta mi ayer, le diera.
Quisiera creer en Dios para que a Dios le diera
Pensar que estoy tan solo y que ella está tan sola!
...Cómo quisiera a veces que se muriera!

22 de abril dl 49

Es posible que nunca hayas pensado en ello, pero te lo voy a decir en secreto: te quiero.
Todos los días te quiero de las 10 de la mañana a las 4 de la tarde, de las 4 de la tade a las 8 de la noche y de las 8 de la noche a lass 2 de la madugada. Después de las 2 de la madugada te sueño y te quiero.

`````´´´
Casi nunca comento peeeero:
¿Qué me recuerda? No lo afirmo, no he hecho un análisis hermenéutico, ni se hacerlo además; pero muchas cartas dicen cosas, una línea aquí, un guiño allá a alguno de los poema que ya conocemos. No sé, me gusta eso, leer a Jaime el hombre y leer a Jaime el poeta, como bien dice Chepita en el texto preliminar del libro. Es la misma gente. ¡QUIERO UNO!

7.16.2011

Mercedes Sosa

luna
Yo que siempre andaba al dia
Sin echar la vista atras
Convencida presumia de ser dueña
De mi voluntad
Y ahora estoy aqui sentada
Escribiendo una cancion
Como loca enamorada
Deshojando palabras de amor

7.11.2011

Poema Desamor

de Rosario Castellanos

Me vio como se mira al través de un cristal
o del aire
o de nada.

Y entonces supe: yo no estaba allí
ni en ninguna otra parte
ni había estado nunca ni estaría.

Y fui como el que muere en la epidemia,
sin identificar, y es arrojado
a la fosa común.

Poema Poesía No Eres Tú

de Rosario Castellanos

Porque si tú existieras
tendría que existir yo también. Y eso es mentira.

Nada hay más que nosotros: la pareja,
los sexos conciliados en un hijo,
las dos cabezas juntas, pero no contemplándose
(para no convertir a nadie en un espejo)
sino mirando frente a sí, hacia el otro.

El otro: mediador, juez, equilibrio
entre opuestos, testigo,
nudo en el que se anuda lo que se había roto.

El otro, la mudez que pide voz
al que tiene la voz
y reclama el oído del que escucha.

El otro. Con el otro
la humanidad, el diálogo, la poesía, comienzan.

7.08.2011

26 de abril de 1947

No puedo defenderme más contra tu ausencia y mi soledad. Es una claudicación, naturalmente. ¿qué quieres?: la neurosis, tú, el tiempo...

Piel mortero

Exilio
Detrás de todo estás tú..
Voz detrás, no pienso volver ¿para qué si nada es suficiente mientra sobra edad y cómo saberte creer que nada esconde tu luz?
Soy tu rostro al espejo, una mano en tu interior....

7.06.2011

Cartas de amor

Monsiváis en el texto preeliminar de Los amorosos, cartas a chepita:
Es arriesgado publicar las cartas de un joven de veintidós años, así este joven sea Jaime Sabines, el gran poeta. Pueden ser ráfagas de un temperamento alucinado, o incursiones en la cursilería de la época. ... Sin embago, las cartas [a Chepita] además de atestiguar una vitalidad amorosa en pleno desarrollo, contienen ejercicios de prosa poética con fragmentos muy afortunados que remiten a la gran literatura que ya escribía Sabines entonces.

Jaime, en la carta del 29 de febrero
¿Carta de enamorado? No. Dios me libre de escribirte cartas de enamorado.
Te escribo aquí mi ira, mi conflicto, mi dolor, que es la forma más sincera de decir “te quiero”

5 de agosto del 48

Me preguntan a veces que por qué no tengo novia todavía; y dicen que porque estoy muy enamorado. Pero tú ya sabes bien que no es así. No tengo novia porque no tengo ganas de tener novia; por pereza; por desgane; por aburrimiento. Estoy muy enamorado, pero eso no tiene que ver nada con esto. A lo mejor un día de estos dejo de escribirte. O te escribiré solamente cuando tenga deseos, necesidad de hacerlo. No me gusta los trámites, las fórmulas en el amor; no me gustan los compromisos; los juramentos. Si tú quieres escribirme -porque quieres escribirme- cada tres días, encantado. Si yo quiero hacerlo del diario, tanto mejor. Pero siempre la cosa espontánea y natural. Quiero ser libre dentro de esta esclavitud. Te quiero, sí, te quiero: pero a medida de que te quiero se me van haciendo innecesarias las palabras; tengo que saber que no es indispensable el decírtelo. ¿Comprendes? Si tú no fueras tú, no diría esto. Podrías salirme con que no te quiero, con que no te comprendo, con que no soy tuyo. Peo tú tiene que ser tú, diferente, exclusiva, única.
Tienes que oír mi amor con su voz, tocarlo con su carne, aceptarlo como es, desnudo y libre.


y si lo entiende, no lo entiende=?

10 de agosto del 48.

Tú no lo entiendes. Es preciso decirte, como a otras, las cosas en orden y cortésmente. Porque te ofendes. Porque no puede uno ser completamente lo que es, íntegramente el que es, libre, sin ropajes, sin fórmulas. Hay que estar recordando constantemente que eres la novia, la muchacha de la promesa. Torpe el que te considera como suya, mujer a la que se puede decir el amor, las variaciones del amor, desnudamente. Torpe yo, que he querido hacerte a mi modo, a la manera de mi corazón para que fuéramos uno solo en el mismo dolor, sólo uno en la misma alegría, sin límites, desconociendo la palabra último.
--

7 de noviembre de 1948

Yo sé que no es enamoramiento, es amor. Uno se enamora de cualquier mujer, a cualquier hora,... Yo me enamoro a cada paso,..., y no obstante sólo quiero a Chepita

28 de octubre de 1949

Es preciso que ya venga diciembre para que yo intervenga en el consumo de tejidos. Es importantísimo. Urgente.
....
....¡con unas ganas de tenerte!... que el día que te agarre vas a rebajar seis kilos

7.02.2011

Oveja negra

-Anda con quien te guste, con quien te trate bien. Olvidate del dinero y esas mamadas, no te hagas la grande. Que parezcas , no qiere decir qe lo seas.

María: eso de la lana nunca está de más

-está bien, haz lo qe qieras, pero después no andes llorando por ahí porqe a ti nadie te qiere

Maria (indignada/triste/enojada): A mi TODOS me qieren.

6.30.2011

El Talisman II

Existe algo de grande y de horrible en el suicidio. Hay muchos cuyas caídas carecen de peligro, porque, como las de los niños, son desde muy bajo para lastimarse; pero, cuando un hombre se estrella, debe venir de muy alto, haberse elevado hasta los cielos, haber vislumbrado algún paraíso inaccesible.

Fuerza de voluntad

y bastaría un poco de fuera de voluntad. Bastaría. Es un placer darle vueltas al proyecto, hacerlo rodar para que se agrande como una bola de nieve, convertirlo en una hazaña, algo que podría contarse después como un acto heroico.

Carta del 26 de abril de 1947

‎"¡Está lloviendo a cántaros! Y sobre mi corazón, a cántaros, tú"
Sabines a Josefa,

(de la contra portada del libro)

Publico estas cartas porque deseo compartirlas con los lectores de Jaime Sabines, que sivan para comprobar que Jaime el poeta y Jaime el hombre son en realidad la misma persona, el mismo hombre. El hombre que amé y que extraño tanto.
Josefa Rodríguez viuda de Sabines, Chepita.

Chepita, siempre Chepita.

Yo nunca te he jurado fidelidad sexual; no podría ser; es absurdo; tú misma no lo deseas. El que yo ande con otra no quiere decir que deje de andar contigo.

8 de octubre 1948

...no quiero a nadie sino a ti. Podré tener aventuras, pero éstas no van a cambiar nuestro hogar, ni mucho menos voy a dejar de quererte. Esto es definitivo. Siempre te he querido y te quiero, y esto va a ser así hasta que me muera.

12 de mayo de 1963

dos de las cartas de Jaime a Josefa
Parte del libro, Los Amorosos, cartas a Chepita

6.29.2011

La parábola del buen pastor

a mi me gustan cosas de verdad horribles, como que me regalen lo más caro de la tienda. Que se metan en broncas por mi culpa, como tú que no sabes ni quién soy y ya estás escribiendo mi vida.

Jarabe de Palo

Frío

Llueve afuera y paso el tiempo, y me acuerdo de ti, de esos días increíbles de tu amor irrepetible.

La reina de la nieve

El apretón se convirtió en un abrazo antes de que ella se diera cuenta, y las dudas de su corazón llamearon y se esfumaron como la niebla matutina.

La Muerte en El Manual del Sepultero

Los necesitados intentan no detenerse nunca, como si ir de aquí para allá fuera a ayudarles.

La ladrona de libros

Geoge Bataille (2)

Lo que pienso y lo que imagino, no lo pensé ni lo imaginé solo.

Geoge Bataille

Hay que rechazar el tedio y vivir solamente de lo que fascina.

Vida secreta

LE gustaría darse prisa.
Pero algo se lo impide. Algo blando, que pudiera endurecerse si ella se moviera. Algo secreto. Eso es. Una vida secreta latente a su alrededor. No hay que agitarla. Ni moverla. Tiene la impresión de que bastaría un gesto demasiado brusco, una palabra dicha con imprudencia, para romper la barrera

(Julieta campos)

6.22.2011

Aprender a destrozar el cuerpo

Aprender a destrozar el cuerpo.

por Emily Roberts
Aprende a divertirte.

Aprende a pasarlo bien,
a soportar el alcohol,
a no tener sueño,
y las bromas,
y los chicos que te cogen de la cintura.

Aprende a poner buena cara,
a sonreír,
a beber un poco más,
a que te guste la cerveza, y el vino, y los chupitos de vodka.

Aprende, a pesar de todo, a volver a casa sana y salva.
A no emborracharse,
a bailar con otros pasos de baile.
A bailar aunque estés cansada y lleves tacones.
Aprende a llevar tacones.
Aprende a caminar con gracia,
a tener las piernas largas,
a no querer demasiado,
a cambiar las pieles
cuando sea necesario.

Aprende a querer un poco.
Sólo un poco
(para ser humana)
y no decirlo.
Aprende a decir que no
cuando quieres decir sí
y viceversa.

Aprende a vivir.
Aprende a divertirte.

6.20.2011

algo sobre la muerte del mayor Sabines
"Todo el poema —rememora el poeta— se hizo con llanto, con sangre. Es un poema del que no me gusta hablar porque es puro dolor, desgarramiento , impotencia ante la muerte..."

I
Déjame reposar,
aflojar los músculos del corazón
y poner a dormitar el alma
para poder hablar,
para poder recordar estos días,
los más largos del tiempo.
...
Y he aquí que temblamos de miedo,
que nos ahoga el llanto contenido,
que nos aprieta la garganta el miedo.
Nos echamos a andar y no paramos
de andar jamás,...
III
...
¡A la chingada las lágrimas!,dije,
y me puse a llorar
...
VII
Madre generosa
de todos los muertos,
madre tierra, madre,
...
madre de la muerte,
recógelo, abrígalo,
desnúdalo, tómalo,
guárdalo, acábalo.
IX
...
te estamos esperando.
....tu nieta más pequeña
te busca en el cuarto,
y todos, sin decirlo,
te estamos esperando.
XIV
...
Te enterramos, te lloramos, te morimos,
te estás bien muerto y bien jodido y yermo
mientras pensamos en lo que no hicimos
y queremos tenerte aunque sea enfermo....
XV
...
te has muerto cuando menos falta hacías,
cuando más falta me haces,...abuelo,
...
Te has muerto y me has matado un poco.

Segunda Parte
II
...
Quiero llorar a veces, y no quiero
llorar porque me pasas
como un derrumbe, porque pasas
como un viento tremendo, como un escalofrío
debajo de las sábanas,
como un gusano lento a lo largo del alma.
...
He aquí que todo viene, todo pasa,
todo, todo se acaba.
¿Pero tú? ¿pero yo? ¿pero nosotros?...
III
Sigue el mundo su paso, rueda el tiempo
y van y vienen máscaras.
Amanece el dolor un día tras otro,
nos rodeamos de amigos y fantasmas,...
IV
Un año o dos o tres,
...da lo mismo....

Tomás Eloy Martínez 2

 “El periodismo es un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre (ser humano) en su eterno

combate por una vida más digna y menos injusta” (Martínez, 1992).

Tomás Eloy Martínez

La cultura no es algo que uno se pone encima a la hora de ir al periódico. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos”.

TomSummer

6.19.2011

2 x 1

...De repente todo podría ser muy fácil. Cambiarse de casa, por ejemplo, mudarse a otra parte. Los muebles se pondrían distintos, ajenos. ... Todas las cosas estarían ligeras, como inocentes.
(Julieta campos)

Después de muertos ¿son más felices?
_-Algunas veces. Pero por lo general, no. Sucede lo mismo que con los que creen que marchándose a oto lugar serán más felices; tarde o temprano acaban por descubrir que no es así como funcionan las cosas. Por muy lejos que vayas, nunca podrás huir de ti mismo.
(Neil Gaiman)

Gibrán Khalil Gibrán EL LOCO


Y en mi locura he hallado libertad y seguridad; la libertad de la soledad y la seguridad de no ser comprendido, pues quienes nos comprenden esclavizan una parte de nuestro ser.

6.17.2011

soy mi cuerpo

SOY MI CUERPO. Y mi cuerpo está triste, está cansado. Me dispongo a dormir una semana, un mes; no me hablen.
Que cuando abra los ojos hayan crecido los niños y todas las cosas sonrían.
Quiero dejar de pisar con los pies desnudos el frío. Échenme encima todo lo que tenga calor, las sábanas, las mantas, algunos papeles y recuerdos, y cierren todas las puertas para que no se vaya mi soledad.
Quiero dormir un mes, un año, dormirme. Y si hablo dormido no me hagan caso, si digo algún nombre, si me quejo. Quiero que hagan de cuenta que estoy enterrado, y que ustedes no pueden hacer nada hasta el día de la resurrección.
Ahora quiero dormir un año, nada más dormir.
Hay un modo de que me hagas completamente feliz, amor mío: muérete.

¿Es que hacemos las cosas...

(fragmento)

A la sombra de nuestras almas se encontraron nuestros cuerpos y se amaron. Se amaron con el amor que no tiene palabras, que tiene sólo besos.

Te quiero a las 10 de la mañana

Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Los amorosos

Queen

Why can't we give love that one more chance?

Alejandro Gascón Mercado

Si vamos para donde mismo, nos vamos a encontrar

Kuruni 2

Necesito apapachos. De esos que se consiguen viendo a gente que extrañas mucho cada seis meses.
aqui

Deemian

El pájaro rompe el cascarón. El huevo es el mundo. El que quiera nacer, tiene que romper un mundo.

6.10.2011

Amor tripas-de-gato (blogger)

/a fin de cuentas todos somos drogadictos /
pero nuestras alas son de cera y acabamos volviendo
violentamente al suelo ( algunos se parten el hocico,
los demás aterrizan en algún otro planeta
donde ya no les interesa nada
y se pasan el día mirando nebulosas )

El resto en Rompiendo el cristal

6.04.2011

Miss equis

Miss X, sí, la menuda Miss Equis,
llegó, por fin, a mi esperanza:
alrededor de sus ojos,
breve, infinita, sin saber nada.
Es ágil y limpia como el viento
tierno de la madrugada,
alegre y suave y honda
como la yerba bajo el agua.
Se pone triste a veces
con esa tristeza mural que en su cara
hace ídolos rápidos
y dibuja preocupados fantasmas.
Yo creo que es como una niña
preguntándole cosas a una anciana,
como un burrito atolondrado
entrando a una ciudad, lleno de paja.
Tiene también una mujer madura
que le asusta de pronto la mirada
y se le mueve dentro y le deshace
a mordidas de llanto las entrañas.
Miss X, sí, la que me ríe
y no quiere decir cómo se llama,
me ha dicho ahora, de pie sobre su sombra,
que me ama pero que no me ama.
Yo la dejo que mueva la cabeza
diciendo no y no, que así me cansa,
y mi beso en su mano le germina
bajo la piel en paz semilla de alas.
Ayer la luz estuvo
todo el día mojada,
y Miss X salió con una capa
sobre sus hombros, leve, enamorada.
Nunca ha sido tan niña, nunca
amante en el tiempo tan amada.
El pelo le cayó sobre la frente,
sobre sus ojos, mi alma.

La tomé de la mano, y anduvimos
toda la tarde de agua.

¡Ah, Miss X, Miss X, escondida
flor del alba!

Usted no la amará, señor, no sabe.
Yo la veré mañana.

(Jaime Sabines)

6.01.2011

Blue valentine (2)

I feel like men are more romantic than women. When we get married we marry, like, one girl, ‘cause we’re resistant the whole way until we meet one girl and we think I’d be an idiot if I didn’t marry this girl she’s so great.

 But it seems like girls get to a place where they just kinda pick the best option… ‘Oh he’s got a good job.’ I mean they spend their whole life looking for Prince Charming and then they marry the guy who’s got a good job and is gonna stick around.

5.30.2011

Otra vez, Jaime Sabines

Morir es encenderse bocabajo
hacia el humo y el hueso y la caliza
y hacerse tierra y tierra con trabajo.

5.29.2011

Demian (2)

Quizá también llegaría yo un día a algo; pero ¿como iba a saberlo? Quizá tuviese que buscar y buscar, durante años, sin llegar a nada, sin alcanzar ninguna meta. Y quizá alcanzase esa meta, pero una meta perversa, peligrosa, temible.

La sombra del viento (2)

.Jorge le sonrió...como la gente que no tiene amigos, con gratitud..

La sombra del viento

A veces creemos que las personas son décimos delotería: que están ahí para hacer realidad nuestras ilusiones absurdas.

5.28.2011

Diablo Guardian (de nuevo) (2)

Me acuso de bitchear, witchear y rascuachear, de ser barata como vino en tetrapak, y al mismo tiempo cara, como cualquier coatlicue traicionera.

Diablo Guardian (de nuevo)

¿De verdad quieres que yo sea tu problema? ¿No te parezco demasiado gorda para problema, y aparte demasiado flaca para solución?

5.22.2011

Deseándote nomás

Si yo pudiera rogar, te rogaría; si supiera pedir te pediría; te diría que pronto, que vinieses a mí ahora mismo, que te necesito, que esto es urgente, imprescindible. Pero me he acostumbrado a aguardarte en silencio, deseándote, deseándote nomás; y allí en el fondo de mi alma te espero, íntimamente confío en ti, creo en ti –porque creo en mi amor, porque sé que no hay amor baldío–, y estoy como si esperara madurar una fruta, como si esperara que cayese un beso, como si esperara florecer un sueño.

Cartas a Chepita, Jaime Sabines

Muero y nazco


muero y nazco todos los días para verte pasar.

Cartas a Chepita, Jaime Sabines

Sobre Chepita

Apareces en mi vida, de repente, como coronando un ideal, como concretando a todas las mujeres que he deseado, y no puedo dejarte ir, ni puedo detenerte. Te llamo, sí, te llamo y no me escuchas. Desde mi corazón te llamo; arrojo mis ojos a tu paso; trato de alcanzarte con mi silencio, inútilmente. Siempre has sido ligera y fugitiva, ajena e imposible.

Cartas a Chepita, Jaime Sabines

Before sunset

Celine:
Men go out with me, we break up and then they get married. And later 
they call me to thank me for teaching them what love is. That I tought 
them to care and respect women. 



Jesse:
I think I'm one of those guys.



Celine:
I wanna kill them! Why didn't they ask me to marry them? I would've said no, but at least they could have asked.

Enrique Jardiel Poncela

EL PROTAGONISTA: — Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?

EL LECTOR: —Hombre... ¿y por qué no? Pudo haber once mil vírgenes de la misma manera que hubo
doce apóstoles y diez mandamientos y siete plagas y cuatro evangelistas...

EL PROTAGONISTA: — Pchss... No es lo mismo. El mundo se repite de un modo inexorable. Fíjese usted en que apóstoles ha seguido habiendo, por ejemplo: Carlos Marx, Tolstoi, Giner de los Ríos... Evangelistas todavía nacen: Lenin y Gandhi, sin ir más lejos... Mandamientos se pronuncian a diario: ahí están las leyes de circulación de automóviles, continuamente renovadas... Y plagas, aún disfrutamos: los libros sobre Rusia, el cante flamenco. Pero... ¿vírgenes? Vírgenes ¡ay!, no queda ni una sola, amigo mío...

EL LECTOR: (Rebuscando entre sus amistades): —Una virgen... Una virgen... Una virgen...

EL PROTAGONISTA: — Y usted convendrá conmigo en que alguna virgen quedaría si hubiera habido alguna vez once mil...

Nina simone

He needs me
I ought to leave him, but he needs me
I know that I ain't very bright
Just to tag along
Oh, but right or wrong
I'm his and I'm here
And I'm gonna be his friend or his lover

Vicente huidrobo

Os lo advertí hasta el cansancio
Cuando se viaja en busca de la niña América
Se juega a los náufragos y se atrae el abismo
Pero no tengan miedo
Pronto uno se acostumbra y hasta se siente cierta ebriedad

Demian

“No debe usted entregarse a deseos en los que no cree. Sé lo que usted desea. Tiene usted que abandonarlos o desearlos de verdad y por entero.

5.19.2011

Waiting for forever

Querida Emma:
Esas dos palabras, 'querida Emma'; me transportan a otra época... Cuando nos escribíamos después de que murieron mis papas. Yo te contaba mis amigos nuevos y de mi vida nueva, y tu decías que mis papas se daban la gran vida en el cielo.
La verdad no es nada. Lo que tu crees que es verdad lo es todo. Y lo que yo creía es que iba a estar contigo para siempre, para siempre... Me he tardado tanto en escribirte porque veo que he sido un tonto. Me pase la vida engañándome..
Todas las cartas que te he escrito han sido de amor. Como podrían haber sido otra cosa?Ahora veo que todas, salvo esta, fueron cartas de amor malas. Las cartas malas suplican amor. Las cartas buenas no piden nada. Es un placer anunciar que esta es mi primera carta de amor buena, porque tu ya no tienes que hacer nada, ya hiciste todo. Tengo suficiente de ti en la mente para toda la eternidad... Así que por favor no te preocupes por mi. Estoy de perlas, en verdad. Lo tengo todo.
Si me concedieran un deseo, seria que la vida te brinde un poco de la felicidad que tu me has brindado y que sientas lo que es amar.
Tu amigo eternamente, Will "

5.17.2011

** COGER **

Tomado de: http://mcelesste.wordpress.com/2010/12/30/coger/

Decir: coger. Coger como palabra precisa, no como ironia ni como guiño o licencia literaria para nuestros tiempos cinicos y desencantados. Coger: pensar con el cuerpo, entregarse a la presion, a una exigencia de la que ninguna metafisica puede dar cuenta. Coger como experiencia fundamental. Que los pacatos, los que quieran hacer ficcion telenovelera, boleros, salgan con la de “hacer el amor” El amor no nos hace ni nos hará. El amor no existe. Existe, sí algo existe hembra instalada sobre el peso del placer y su resonancia de macho; existen fluidos y miradas; existen manos sinestesicas, simulacro de ojos la mano que conforma la curvatura de un cuerpo, inventandolo con el tacto de la atención absoluta; existe un sabor de sal y temblor adherido al cansancio; existe la lubricidad del sudor, la extension de los cuerpos vueltos grandes zonas erógenas de las que ningun mapa, ningun tets de revista para señoras conoce limite ni funcionamiento; existe la frontera abolida en los extremos de la carne, un vacio intersticial que habitamos provisionalmente exiliados del mundo, condenados al pais eléctrico de la presencia; existe la trémula, tibia penetración sobre el sonido de musculos y huesos en el espasmo del agotamiento; existe el orgasmo, si algo existe, si de algo podemos estar ciertos es del orgasmo; si de algo ciertos, de que existiamos, de repente, tú y yo; orgasmo mediante existiamos tú y yo…..
El amor, en todo caso, estorbaría… Quizá

5.16.2011

de Trilce

Hubo un día tan rico el año pasado...! 
que ya ni sé qué hacer con él. 

Signos!

Somos nosotros quienes imponemos la relación entre las palabras y las cosas que ellas designan.

Luis Fernando Brehm
Lectura: por los signos de la lengua y el lenguaje: hacia la linguistica

Blue Valentine

How do you trust your feelings when they can just disappear like that?

5.13.2011

Capitulo 1: El talisman

Existe algo de grande y de horrible en el suicidio. Hay muchos cuyas caídas carecen de peligro, porque, como las de los niños, son desde muy bajo para lastimarse; pero, cuando un hombre se estrella, debe venir de muy alto, haberse elevado hasta los cielos, haber vislumbrado algún paraíso inaccesible.

Capitulo 3: Agonía

Sólo me quedan alientos para decirte: ¡Soy tuya! ¡Sí

(piel de zapa)

J.C. Onetti TAN TRISTE COMO ELLA

Para M. C.

Querida Tan Triste:

Comprendo, a pesar de ligaduras indecibles e innumerables, que llegó el momento de agradecernos la intimidad de los últimos meses y decirnos adiós. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nunca nos entendimos de veras; acepto mi culpa, la responsabilidad y el fracaso. Intento excusarme —sólo para nosotros, claro— invocando la dificultad que impone navegar entre dos aguas durante X páginas. Acepto también, como merecidos, los momentos dichosos. En todo caso, perdón. Nunca miré de frente tu cara, nunca te mostré la mía.
J.C.O.



Años atrás, que podían ser muchos o mezclarse con el ayer en los escasos momentos de felicidad, ella había estado en la habitación del hombre. Un dormitorio imaginable, un cuarto de baño en ruinas y desaseado, un ascensor trémulo; sólo eso recordaba de la casa. Fue antes del matrimonio, pocos meses antes.
Quería ir, deseaba que ocurriera cualquier cosa —la más brutal, la más anémica y decepcionante—, cualquier cosa útil para su soledad y su ignorancia. No pensaba en el futuro y se sentía capaz de negarlo. Pero un miedo que nada tenía que ver con el dolor antiguo la obligó a decir no, a defenderse con las manos y la rigidez de los muslos. Sólo obtuvo, aceptó, el sabor del hombre manchado por el sol y la playa.
Soñó, al amanecer, ya separada y lejos, que caminaba sola en una noche que podía haber sido otra, casi desnuda con su corto camisón, cargando una valija vacía. Estaba condenada a la desesperación y arrastraba los pies descalzos por calles arboladas y desiertas, lentamente, con el cuerpo erguido, casi desafiante.
El desengaño, la tristeza, al decir que sí a la muerte, sólo podían soportarse porque, a capricho, el gusto del hombre renacía en su garganta en cada bocacalle que ella lo pedía y ordenaba. Los pasos doloridos se iban haciendo lentos hasta la quietud. Entonces, a medias desnuda, rodeada por la sombra, el simulacro del silencio, alguna pareja lejana de faroles, se detenía para absorber ruidosa el aire. Cargada con la valija sin peso, saboreaba el recuerdo y continuaba caminando de regreso.
De pronto vio la enorme luna que se alzaba entre el caserío gris, negro y sucio; era más plateada a cada paso y disolvía velozmente los bordes sanguinolentos que la habían sostenido. Paso a paso, comprendió que no avanzaba con la valija hacia ningún destino, ninguna cama, ninguna habitación. La luna ya era monstruosa. Casi desnuda, con el cuerpo recto y los pequeños senos horadando la noche, siguió marchando para hundirse en la luna desmesurada que continuaba creciendo.

El hombre estaba más flaco cada día y sus ojos grises perdían color, aguándose, lejos ya de la curiosidad y la súplica. Nunca se le había ocurrido llorar y los años, treinta y dos, le enseñaron, por lo menos, la inutilidad de todo abandono, de toda esperanza de comprensión.
La miraba sin franqueza ni mentira todas las mañanas, por encima de la poblada, renga mesa del desayuno que había instalado en la cocina para la felicidad del verano. Tal vez no fuera totalmente suya la culpa, tal vez resulte inútil tratar de saber quién la tuvo, quién la sigue teniendo.
A escondidas ella le miraba los ojos. Si puede darse el nombre de mirada a la cautela, al relámpago frío, a su cálculo. Los ojos del hombre, sin delatarse, se hacían más grandes y claros, cada vez, cada mañana. Pero él no trataba de esconderlos; sólo quería desviar, sin grosería, lo que los ojos estaban condenados a preguntar y decir.
Tenía entonces treinta y dos años y se iba extendiendo, desde las nueve hasta las cinco, a través de oficinas de un local enorme. Amaba el dinero, siempre que fuera mucho, así como otros hombres se sienten atraídos por mujeres altas y gordas, tolerando que sean viejas, sin importarles. Creía también en la felicidad de los fatigosos fines de semana, en la salud que descendía para todos desde el cielo, en el aire libre.
Estaba allá o aquí, presentía el dominio sobre cualquier forma de dicha, de tentación. Había amado a la pequeña mujer que le daba comida, que había parido una criatura que lloraba incesante en el primer piso. Ahora la miraba con asombro: era, fugazmente, algo peor, más abajo, más muerto que una desconocida cuyo nombre no nos llegó nunca.
A la hora irregular del desayuno el sol entraba por las altas ventanas; los olores del jardín se complicaban en la mesa, desfallecidos aún, como el fácil principio de una sospecha. Ninguno de ellos podía negar el sol, la primavera; en último caso, la muerte del invierno.
A los pocos días de la mudanza, cuando nadie había pensado aún en transformar el jardín salvaje y enmarañado en una sucesión tumularia de peceras, el hombre se levantó de madrugada y aguardó el alba. Con las primeras luces, clavó una lata en la araucaria y tomó distancia con el diminuto revólver nacarado colgando de una mano. Alzó el brazo y sólo pudo oír los golpecitos frustrados del percutor. Volvió a la casa con una exagerada sensación de ridículo y mal humor; sin cuidado, sin respeto por el sueño de la mujer, tiró el arma en un rincón del ropero.
— ¿Qué pasa? —murmuró ella mientras el hombre comenzaba a desnudarse para entrar al baño.
—Nada. O las balas están picadas, no hace ni un mes que las compré, me estafaron, o el revólver se terminó. Era de mi madre o de mi abuela, tiene el gatillo flojo. No me gusta que estés sola aquí, de noche, sin algo para defenderte. Pero me voy a ocupar de eso hoy mismo.
—No tiene importancia —dijo la mujer mientras caminaba descalza para traer al niño—. Tengo buenos pulmones y los vecinos me van a oír.
—Estoy enterado —dijo el hombre y rió. Se miraron con cariño y burla. La mujer estuvo esperando el ruido del coche y volvió a dormirse con el niño colgado de un pezón.
La sirvienta entraba y salía y no era posible saber siempre por qué. La mujer estaba acostumbrada, no creía ya en la súplica de los ojos del hombre, tantas veces entrevista, como si la mirada, la expresión, el húmedo silencio no importaran más que el color del iris, la inclinación heredada de los párpados. El, por su parte, era incapaz, ahora, de aceptar el mundo; ni los negocios, ni la hija inexistente, con frecuencia olvidada, con frecuencia viva, tenaz, endurecida, distinta a pesar de las premeditadas borracheras, los ineludibles negocios, las compañías y las soledades. Es probable, también, que ni ella ni él creyeran ya del todo en la realidad de las noches, en sus felicidades cortas y previsibles.
No tenían nada que esperar de las horas en que estaban juntos, pero tampoco aceptaban esa pobreza. El continuaba jugando con el cigarrillo y el cenicero; ella estiraba manteca y jalea sobre el pan tostado. Durante aquellas mañanas él no trataba, en realidad, de mirarla; se limitaba a mostrarle los ojos, como un mendigo casi desinteresado, sin fe, que exhibiera una llaga, un muñón.
Ella hablaba de los restos del jardín, de los proveedores, del niño rosado en la habitación de arriba. Cuando el hombre se hartaba de esperar la frase, la palabra imposible, se movía para besarle la frente y dejaba órdenes para los obreros que construían las peceras.
El hombre comprobaba todos los meses que estaba más rico, que sus cuentas en los bancos iban creciendo sin esfuerzo ni propósitos. No lograba inventar un destino cierto, ambicioso, para el dinero nuevo.
Hasta las cinco o seis de la tarde vendía repuestos de automóvil, de tractores, de cualquier clase de máquina. Pero a partir de las cuatro usaba el teléfono, paciente y sin rencor, para asegurarse contra la angustia, para asegurarse una mujer en una cama o en una mesa de restaurante. Se conformaba con poco, estrictamente con lo que le era necesario: una sonrisa, una caricia en los pómulos que pudiera ser confundida con la ternura o la comprensión. Después, claro, los actos de amor, escrupulosamente pagados con ropas, perfumes, objetos inútiles. Pagados también —el vicio, el dominio, la noche entera— con la resignación a las charlas versátiles e imbéciles.
Al regreso, en la madrugada, ella le respiraba los olores ordinarios, inocultables, y le espiaba la cara huesuda que perseguía, tan equivocada, la placidez. El hombre no traía nada para contarle. Miraba la fila de botellas en el armario y elegía, al azar, cualquiera. Hundido en el sillón, calmoso, con un dedo entre las páginas de un libro, bebía frente al silencio de ella, frente a sus simulacros de sueño, frente a sus ojos inmóviles y fijos en el techo. Ella no gritaba; durante un tiempo trató de comprender sin desprecio, quiso acercarle parte de la lástima que sentía por sí misma, por la vida y su final.
A mediados de setiembre, imperceptiblemente al principio, la mujer empezó a encontrar consuelo, a creer que la existencia está, como una montaña o una piedra, que no la hacemos nosotros, que no la hacían ni el uno ni el otro.
Nadie, nadie puede saber cómo ni por qué empezó esta historia. Lo que tratamos de contar se inició una tarde quieta de otoño, cuando el hombre sombreó el crepúsculo aún soleado del jardín y se detuvo para mirar alrededor, para olisquear el pasto, las últimas flores de los arbustos mal crecidos y salvajes. Estuvo inmóvil un rato, la cabeza caída sobre un costado, los brazos colgando y como muertos. Después avanzó hasta el cerco de cinacina y desde allí comenzó a medir el jardín con pasos regulares, contenidos, de alrededor de un metro cada uno. Caminó de sur a norte, después desde el este al oeste. Ella lo miraba protegida por las cortinas del piso alto; cualquier cosa fuera de la rutina podía ser el nacimiento de una esperanza, la confirmación de la desgracia. El niño chillaba sobre el fin de la tarde; tampoco nadie puede afirmar si estaba vestido ya de rosa, si lo habían vestido así desde el nacimiento o desde antes.
Aquella noche de domingo, el día más triste de la semana, el hombre dijo en la cocina mientras revolvía la taza de café:
—Tanto terreno y no sirve para nada.
Ella le espió la cara ascética, su diluido tormento incomprendido. Vio una novedosa languidez maligna, un nacimiento de la voluntad.
—Siempre pensé... —dijo la mujer, comprendiendo mientras hablaba que en realidad estaba mintiendo, que no había tenido tiempo ni ganas de pensarlo, comprendiendo que la palabra siempre había perdido todo sentido—. Siempre pensé en árboles frutales, en canteros hechos con un plan, en un jardín de verdad.
Aunque ella había nacido allí, en la casa vieja alejada del agua de las playas que había bautizado, con cualquier pretexto, el viejo Petrus. Había nacido, se había criado allí. Y cuando el mundo vino a buscarla, no lo comprendió del todo, protegida y engañada por los arbustos caprichosos y mal criados, por el misterio —a luz y sombra— de los viejos árboles torcidos e intactos, por el pasto inocente, alto, grosero. Tuvo una madre que compró una máquina para el césped, un padre que supo prometer, en cada sobremesa nocturna, que el trabajo comenzaría mañana. Nunca lo hizo. Aceitaba a veces la máquina durante horas o la prestaba a un vecino durante meses.
Pero el jardín, el contrahecho remedo de selva, nunca fue tocado. Entonces la chiquilina aprendió que no hay palabra comparable a mañana: nunca, nada, permanencia y paz.
Muy niña descubrió la broma cariñosa de los arbustos, el pasto, cualquier árbol anónimo y torcido; descubrió con risas que amenazaban invadir la casa, para retroceder a los pocos meses, encogidos, satisfechos.
El hombre bebió el café y luego estuvo moviendo la cabeza con lentitud y resuelto. Hizo una pausa o la dejó llegar y extenderse.
—Puede quedar, cerca de los ventanales, un rincón para estirarse y tomar cosas frescas cuando vuelva el verano. Pero el resto, todo, hay que aplastarlo con cemento. Quiero hacer peceras. Ejemplares raros, difíciles de criar. Hay gente que gana mucho dinero con eso.
La mujer sabía que el hombre estaba mintiendo; no creyó en su interés por el dinero, no creyó que nadie pudiera talar los viejos árboles inútiles y enfermos, matar el pasto nunca cuidado, las flores sin nombre conocido, pálidas, fugaces, cabizbajas.
Pero los hombres, los obreros, tres, se acercaron a conversar una mañana de domingo. Ella los miraba desde el piso alto; dos estaban de pie, rodeando el casi horizontal sillón del jardín de donde se alzaban las instrucciones, las preguntas sobre precio y tiempo; el tercero, agachado, con boina, enorme y plácido, mascaba un tallo.
Lo recordó hasta el final. El más viejo, el jefe, encorvado, con el pelo abundante y blanco, con las manos colgantes, se detuvo un rato de espaldas al portón enrejado. Contempló sin asombro los árboles despojados, la vasta superficie de yuyos entremezclados. Los otros dos avanzaron, cargados inútilmente con guadañas y palas, con picos, y el desconcierto que iba trabándoles las piernas. El más joven y grande, el más perezoso, continuaba mordisqueando el tallo rematado por la florcita sonrosada. Era una mañana de domingo y la primavera estremecía las hojas del jardín; ella los miraba tratando de equivocarse, la boca del niño colgada de un pecho.
Ella conocía el rencor, las ganas de dañarla del hombre. Pero todo había sido conversado tantas veces, comprendido hasta donde uno cree comprenderse y entender al otro, que no creyó posible la venganza, la destrucción del jardín y de su propia vida. A veces, cuando ambos aceptaban el sueño de haber olvidado, el hombre la encontraba tejiendo en algún lugar del jardín y reanudaba sin prólogo:
—Todo está bien, todo está tan muerto como si nunca hubiera sucedido —la cara flaca y obsesiva se negaba a mirarla—. Pero, ¿por qué tuvo que nacer varón? Tantos meses comprándole lanas rosadas y el resultado fue ése, un varón. No estoy loco. Sé que lo mismo da, en el fondo. Pero una niña podría llegar a ser tuya, exclusivamente tuya. Ese animalito, en cambio...
Ella estuvo un rato quieta, sosegó las manos y por fin lo miró. Más flaco, más grandes los ojos claros, perniabierto a su lado, desolándose y burlón. Mentía, ambos sabían que el hombre estaba mintiendo; pero lo comprendían de manera muy distinta.
—Ya hablamos tanto de esto —dijo aburrida la mujer—. Tantas veces tuve que escucharte...
—Es posible. Menos veces, siempre, que mis impulsos de volver al tema. Es un varón, tiene mi nombre, yo lo mantengo y tendré que educarlo. ¿Podemos tomar distancia, mirar desde afuera? Porque, en ese caso, yo soy un caballero o un pobre diablo. Y vos, una putita astuta.
—Mierda —dijo ella, suavemente, sin odio, sin que pudiera saberse a quién hablaba.
El hombre volvió a mirar el cielo que se apagaba, la primavera indudable. Giró y se puso a caminar hacia la casa.
Tal vez toda la historia haya nacido de esto, tan sencillo y terrible; depende, la opción, de que uno quiera pensarlo o se distraiga: el hombre sólo creía en la desgracia y en la fortuna, en la buena o en la mala suerte, en todo lo triste y alegre que puede caernos encima, lo merezcamos o no. Ella creía saber algo más; pensaba en el destino, en errores y misterios, aceptaba la culpa y —al final— terminó admitiendo que vivir es culpa suficiente para que aceptemos el pago, recompensa o castigo. La misma cosa, al fin y al cabo.
A veces el hombre la despertaba para hablarle de Mendel. Encendía la pipa o un cigarrillo y aguardaba para asegurarse de que ella estaba resignada y escuchando. Tal vez esperara, él, un milagro en su alma o en el de su mujer desnuda, cualquier cosa que pudiera ser exorcizada y les diera la paz o un engaño equivalente.
— ¿Por qué con Mendel? Podías haber elegido entre tantos mejores, entre tantos que me avergonzaran menos.
Quería volver a escuchar el relato de los encuentros de la mujer con Mendel; pero, en realidad, retrocedía siempre, miedoso de saber del todo, definitivamente; resuelto, en el fondo, a salvarse, a ignorar el porqué. Su locura era humilde y podía ser respetada.
Mendel o cualquier otro. Lo mismo daba. No tenía nada que ver con el amor. Una noche el hombre trató de reír:
—Y, sin embargo, así estaba escrito. Porque las cosas se han enredado, o se pusieron armónicas, de tal manera que hoy puedo mandarlo a Mendel a la cárcel. A Mendel, a ningún otro. Un papelito falsificado, una firma dibujada por él. Y no me muevo por celos. Tiene una mujer y tres hijos totalmente suyos. Una casa o dos. Sigue pareciendo feliz. No se trata de los celos sino de la envidia. Es difícil de entender. Porque a mí, personalmente, de nada me sirve destrozar todo eso, hundir o no a Mendel. Deseaba hacerlo desde mucho antes del descubrimiento, desde antes de saber que era posible. Imagino, ¿sabes?, la posibilidad de la envidia pura, sin motivos concretos, sin rencor. A veces, muy pocas, la encuentro posible.
Ella no contestó. Acurrucada contra el primer frío del alba pensaba en el niño, esperaba el primer llanto del hambre. El, en cambio, esperaba el milagro, la resurrección de la chica encinta que había conocido, la suya propia, la del amor que se creyeron, o fueron construyendo durante meses, con resolución, sin engaño deliberado, abandonados tan cerca de la dicha.
Los hombres empezaron a trabajar un lunes, aserrando sin prisa los árboles que se llevaban al final de la jornada en un camión destartalado, rugiente de vejez, siempre torcido. Días después comenzaron a guadañar los yuyos floridos, el pasto que se había hecho jugoso y recto. No cumplían ningún horario regular; tal vez hubieran contratado la totalidad del trabajo, directamente, dejando de lado el engorro de los jornales, las faltas y las perezas. Sin embargo, tampoco mostraron nunca apresurarse.
El hombre no le hablaba nunca de lo que estaba ocurriendo en el jardín. Seguía flaco y callado, fumaba y bebía. El cemento se extendía ahora sobre la tierra y sus recuerdos, blanco, grisáceo en seguida.
Entonces, al final de un desayuno, rencoroso e incauto, el hombre apagó el cigarrillo en el fondo de una taza y, casi sonriendo, como si comprendiera de verdad el destino de sus palabras, dijo lento, sin mirarla:
—Sería bueno que vigilaras el trabajo de los poceros. Entre una y otra mamadera. No veo que el portland avance.
Desde aquel momento los tres peones se convirtieron en poceros. Ahora traían grandes chapas de vidrio para hacer las peceras, enormes, distribuidas con deliberada asimetría, desproporcionadas para toda clase de fauna que quisiera criarse allí.
—Sí —dijo ella—. Puedo hablar con el viejo. Ir al lugar donde estaba el jardín y mirarlos trabajar.
—El viejo —se burló el hombre—. ¿Sabe hablar? Creo que los dirige moviendo las manos y las cejas.
Empezó a bajar diariamente al cemento, de mañana y de tarde, aprovechando los horarios caprichosos que ellos elegían. Acaso también podía decirse de ella que estaba rencorosa e incauta.
Caminaba despacio, más crecida ahora sobre el piso duro y parejo, desconcertada, moviéndose en sesgo, restaurando los antiguos desvíos, los perdidos atajos que habían impuesto alguna vez los árboles y los canteros. Miraba a los hombres, veía erguirse las enormes peceras. Olía el aire, esperaba la soledad de las cinco de la tarde, el rito diario, el absurdo conquistado, hecho casi costumbre.
Primero fue la incomprensible excitación del pozo por sí mismo, el negro agujero que se hundía en la tierra. Le hubiera bastado. Pero pronto descubrió, en el fondo, la pareja de hombres trabajando, con los torsos desnudos. Uno, el del yuyo mascado, moviendo con descuido los enormes bíceps; el otro, largo y flaco, más lento, más joven, provocando la lástima, el afán de ayudarlo y pasarle un trapo por la frente sudada.
No sabía cómo alejarse y mentirse a solas.
El viejo fumaba mal acomodado en un tronco. La miraba impasible.
— ¿Trabajan? —preguntó ella, sin interés. —Sí señora, trabajan. Exactamente lo que tienen que hacer cada día, cada jornada. Para eso estoy yo. Para eso, y otras cosas que adivino. Pero no soy Dios. Presiento, apenas, y ayudo cuando puedo.
Los poceros la saludaban moviendo una vez las cabezas cordiales y taciturnas. Muy pocas veces podían inventar un tema de conversación, pretextos que rebotaran algunos minutos. Ella y la pareja de poceros, el gigante tranquilo, con la boina siempre puesta y mascando un yuyo que ya no podía haber arrancado del jardín cegado, el otro, muy joven y delgado, tonto de hambre, enfermo. Porque el viejo no hablaba y podía pasar inmóvil la jornada entera, de pie o sentado en la tierra, haciéndose cigarrillos, uno tras otro. \
Cavaban, medían y sudaban como si algo de esto pudiera importarle a ella, como si estuviera viva y fuese capaz de participar. Como si hubiera sido dueña algún día de los árboles desaparecidos y los pastos muertos. Hablaba de cualquier cosa, exagerando la cortesía, el respeto, esa forma de la tristeza que ayuda a unir. Hablaba de cualquier cosa y dejaba siempre sin final las frases, esperando las cinco de la tarde, esperando que los hombres se fueran.
La casa estaba rodeada por un cerco de cinacinas. Ya eran árboles, de casi tres metros de altura, aunque los troncos conservaban una delgadez adolescente. Los habían plantado muy juntos pero supieron crecer sin estorbarse, apoyándose uno en el otro, entreverando las espinas.
A las cinco de la tarde los poceros imaginaban escuchar una campana y el viejo alzaba un brazo. Guardaban, tiraban las herramientas en la sombra fresca del galpón, saludaban y se iban. El viejo adelante, el animal de la boina y el flaco encorvado después, para que las nubes y el resto del sol se enteraran del respeto a las jerarquías. Lentos los tres, fumando calmosos, sin ganas.
En el piso alto, de espaldas al griterío en la cuna, la mujer los espiaba para asegurarse. Aguardaba inmóvil diez o quince minutos. Entonces bajaba hacia lo que había sido en un tiempo su jardín, esquivando obstáculos que ya no existían, taconeaba sobre el cemento hasta llegar al cerco de cinacinas. No ensayaba siempre el mismo lugar, claro. Podía marcharse por el gran portón de hierro que usaban los poceros, las imaginarias visitas; podía escapar por la puerta del garaje, siempre abierta cuando el coche estaba afuera.
Pero elegía, sin convicción, sin deseo de verdad, el juego inútil y sangriento con las cinacinas, contra ellas, plantas o árboles. Buscaba, para nada, sin ningún fin, abrirse un camino entre los troncos y las espinas. Jadeaba un tiempo, abriéndose las manos. Concluía siempre en el fracaso, aceptándolo, diciéndole que sí con una mueca, una sonrisa.
Después atravesaba el crepúsculo, lamiéndose las manos, mirando el cielo de esta primavera recién nacida y el cielo tenso, promisorio, de primaveras futuras que tal vez transcurriera su hijo. Cocinaba, atendía al niño, y con un libro siempre mal elegido comenzaba la espera del hombre, en uno de los dos sillones floreados o tendida en la cama. Escondía los relojes y esperaba.
Pero todas las noches, los regresos del hombre eran idénticos, confundibles. Cerca de octubre le tocó leer: “Figúrense ustedes el pesar creciente, el ansia de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio”. El hombre escondió el coche en el garaje, cruzó el cemento y subió. Era el mismo de siempre, la frase recién leída por ella no logró transformarlo. Se paseaba por el dormitorio haciendo sonar el llavero, contando historias simples o complejas de la jornada, mintiéndole, inclinando a veces en las pausas la cara pomulosa, los ojos crecientes. Tan triste como ella, acaso.
Aquella noche la mujer se abandonó, exigió, como no lo había hecho desde muchos meses antes. Todo lo que los hiciera felices o los ayudara a olvidar era bienvenido, sagrado. Bajo la pequeña luz semiescondida, el hombre terminó por dormirse, casi sonriente, aquietado. Insomne, regresando, ella descubrió sin asombro, sin tristeza, que desde la infancia no había tenido otra felicidad verdadera, sólida, aparte de los verdes arrebatados al jardín. Nada más que eso, esas cosas cambiantes, esos colores. Y estuvo pensando, hasta el primer llanto del niño, que él lo había intuido, que quiso privarla de lo único que le importaba en realidad. Destruir el jardín, continuar mirándola manso con los ojos claros y ojerosos, jugar su sonrisa, indirecta, ambigua.
Cuando empezaron los ruidos de la mañana, la mujer mostraba los dientes al techo, pensando, una vez y otra, en la primera parte del Ave María. Nada más, porque no podía admitir la palabra muerte. Reconocía no haber sido engañada nunca, aceptaba haber acertado en los desconciertos, los miedos, las dudas de la infancia: la vida era una mezcla de imprecisiones, cobardías, mentiras difusas, no por fuerza siempre intencionadas.
Pero recordaba, aún ahora y con mayor fuerza, la sensación de estafa iniciada al final de la infancia, atenuada en la adolescencia gracias a deseos y esperanzas. Nunca había pedido nacer, nunca había deseado que la unión, tal vez momentánea, fugaz, rutinaria, de una pareja en la cama (madre, padre, después y para siempre) la trajeran al mundo. Y sobre todo, no había sido consultada respecto a la vida que fue obligada a conocer y aceptar. Una sola pregunta anterior y habría rechazado, con horror equivalente, los intestinos y la muerte, la necesidad de la palabra para comunicarse e intentar la comprensión ajena.
—No —dijo el hombre cuando ella trajo el desayuno desde la cocina—. No pienso hacer nada contra Mendel. Ni siquiera ayudar.
Estaba vestido con un cuidado extraño, como si no fuera a la oficina sino a una fiesta. Ante el traje nuevo, la camisa blanca, la corbata nunca usada, ella gastó minutos en recordar y creer en su recuerdo. Así había estado para ella durante el noviazgo. Estuvo moviéndose deslumbrada e incrédula, aliviada de angustias y de años.
El hombre mojó un pedazo de pan en la salsa y apartó el plato. La mujer vio brillar tímida, tanteadora, la nueva mirada que le llegaba desde la mesa o que ella tuvo que inventarse.
—Voy a quemar el cheque de Mendel. O puedo regalártelo. De todos modos, es cuestión de días. El pobre hombre.
Ella tuvo que esperar un tiempo. Luego consiguió apartarse de la chimenea y fue a sentarse frente al hombre flaco, sin sufrir y paciente, esperando que se fuera.
Cuando escuchó morir el ruido del coche en la carretera, subió al dormitorio; encontró en seguida el pequeño inútil revólver con cachas de nácar y estuvo mirándolo sin tocarlo. Fuera de ella, tampoco había llegado el verano, aunque la primavera avanzaba enfurecida y los días, las pequeñas cosas, no podían ni hubieran querido detenerse.
Por la tarde, luego del rito con las espinas y las perezosas líneas de sangre en las manos, la mujer aprendió a silbar con los pájaros y supo que Mendel había desaparecido junto con el hombre, flaco. Era posible que nunca hubieran existido. Quedaba el niño en la planta alta y de nada le servía para atenuar su soledad. Nunca había estado con Mendel, nunca lo había conocido ni le había visto el cuerpo corto y musculoso; nunca supo de su tesonera voluntad masculina, de su risa fácil, de su despreocupada compenetración con la dicha. El tajo de la frente goteaba ahora con lentitud a lo largo de la nariz.
Lloró el niño y tuvo que subir. El viejo fumaba sentado en una piedra, tan quieto, tan nada, que parecía formar parte de su asiento. Los otros dos estaban invisibles en el fondo de un pozo. Arriba, consoló al niño y vio en el suelo el traje arrugado del hombre. Estuvo escarbando, miró papeles llenos de cifras, monedas, un documento. Por fin, la carta.
Estaba hecha con una letra femenina, muy hermosa y clara, impersonal. No llegaba a las dos carillas y la firma ostentaba un significado incomprensible: Másam. Pero el sentido de la carta, la acumulación de tonterías, de juramentos, de frases que pretendían, simultáneamente, el ingenio y el talento, era muy claro. “Debe ser muy joven —pensó la mujer, sin lástima ni envidia—; así escribía yo, le escribía.” No encontró fotografías.
Al pie de Másam el hombre había escrito con tinta roja: “Tendrá dieciséis años y vendrá desnuda por encima y debajo de la tierra para estar conmigo tanto tiempo como duren esta canción y esta esperanza”.
Nunca llegó a tener celos del hombre ni pudo odiarlo; acaso, un poco, a la vida, a su propia incomprensión, a una indefinida mala jugada que le había hecho el mundo. Durante semanas continuaron viviendo como siempre. Pero él no tardó en sentir el cambio, en percibir que los rechazos y los perdones se iban transformando en una lejanía mansa, sin hostilidad.
Decían cosas, pero en realidad ya no conversaban. Ella soslayaba impasible las chispas de súplica que a veces saltaban de los ojos del hombre. “Es lo mismo que si estuviera muerto desde meses atrás, que no nos hubiéramos conocido nunca, que no se encontrara a mi lado.” Ninguno de los dos tenía nada que esperar. La frase no vendría, esquivaban los ojos. El hombre jugaba con el cigarrillo y el cenicero; ella estiraba manteca y jalea sobre el pan.
Cuando él regresaba a medianoche, la mujer dejaba de leer, fingía dormir o hablaba del trabajo en el jardín, de las camisas mal lavadas, del niño y del precio de la comida. El la escuchaba sin hacer preguntas, incurioso, sin traer nada verdadero para contar. Después sacaba una botella del armario y bebía en la madrugada, solo o con un libro.
Ella, en el aire nocturno de verano, le espiaba el perfil aguzado, la parte posterior de la cabeza, donde aparecían canas imprevistas días antes, donde el cabello empezaba a ralear. Dejó de tenerse lástima y la colocó en el hombre. Ahora, en los regresos, él se negaba a comer. Iba hasta el armario y bebía en la noche, en el alba. Tendido en la cama, hablaba a veces con una voz ajena, sin dirigirse a ella ni al techo; contaba cosas felices e increíbles, inventaba personas y acciones, circunstancias simples o dudosas.
Se decidió una noche en que el hombre llegó muy temprano, no quiso leer ni desvestirse, le estuvo sonriendo antes de hablar. “Quiere ayudar el paso del tiempo. Me contará una mentira exactamente tan larga como le convenga. Algo incrustado absurdamente en nuestras vidas, en la mortecina historia que estamos viviendo.” El hombre trajo una copa apenas mediada y le ofreció otra llena. Sabía, desde años atrás, que ella no iba a tocarla. No le había dado tiempo a meterse en la cama, la sorprendió en el gran sillón mientras ella miraba una vez y otra el libro, las palabras que conocía de memoria: “Figúrense ustedes el pesar creciente, el ansia de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio”.
El hombre se sentó frente a ella, escuchó las rutinarias novedades, asintiendo en silencio. Cuando se acercaba la muerte de la pausa, dijo, con otras palabras:
—El viejo. Ese que cobra, fuma, mira despreocupado el trabajo de los peones. Estudió un año en el seminario, estudió arquitectura unos meses. Habla de un viaje a Roma. ¿Con qué dinero, el pobre diablo? No sé cuánto tiempo después, varios años en todo caso, eligió reaparecer por estos lugares, por la ciudad. Estaba disfrazado de cura. Mentía, sin alarde, confundiendo y despistando. No se sabe cómo, pudo vivir dos días y dos noches en el seminario. Trató de conseguir ayuda para construir una capilla. Exhibía, desplegaba, con una obstinación semejante al furor, planos azulosos. Finalmente, volvieron a echarlo, a pesar de que él ofreció hacerse cargo de los gastos, reunir personalmente el dinero necesario.
—Tal vez haya sido entonces, no antes, que se disfrazó con la sotana y anduvo golpeando puerta por puerta para pedir ayuda. No para él sino para la capilla. Parece que lograba convencer con su fervor y con la vaga historia de su fracaso. Había tenido la astucia de ir depositando en el juzgado el dinero que recibía. De modo que cuando intervinieron los verdaderos curas no hubo más remedio que conformarse con una multa, que no pagó él, y algunos días de cárcel. Después, nadie pudo impedirle que se dedicara a hacer casas. Puso el techo a tantos horrores que nos rodean, aquí, en Villa Petrus, que la gente le dice “el constructor”. Tal vez alguno le llame “señor arquitecto”. No sé si es verdad o mentira. Quién perdería tiempo en averiguarlo.
— ¿Y si fuera verdad? —murmuró ella sobre el vaso.
—De todos modos, no es historia nuestra.
Ella giró en la cama. Pensó en cualquiera que estuviera vivo o hubiera cumplido el rito incomprensible de vivir, en cualquiera que estuviera viviendo o lo hubiera hecho siglos atrás, con preguntas que sólo obtenían el consabido silencio. Hombre o mujer, ya daba lo mismo. Pensó en el pocero gigantesco, en cualquiera, en la compasión.
—Mientras cumpla... —comenzó a decir él; entonces sonó el teléfono y el hombre se levantó, delgado y ágil, retardando los largos pasos. Habló en el corredor oscuro y volvió al dormitorio con cara de fastidio, casi rabioso.
—Es Montero, desde la oficina. Se había quedado por el balance y ahora... Ahora me dice que hay algo raro, que necesita verme en seguida. Si no te molesta...
Ella no tuvo necesidad de examinarle la cara para comprender, para recordar que había sabido desde el principio el porqué del incongruente relato sobre el viejo; que él había hablado y ella escuchó sólo para esperar juntos el llamado telefónico, la confirmación de la cita.
—Más Am —pronunció la mujer, sonriendo apenas, sintiendo que la lástima crecía sin volver hacia ella. Tomó su vaso de un trago y se alzó para traer la botella y colocarla en la pequeña mesa, a su lado.
El hombre no entendió, se mantuvo sin entender ni contestar.
—Pero si te parece mejor que me quede... —insistió.
La mujer volvió a sonreír mirando recta hacia la cortina que se movía con pereza en la ventana.
—No —repuso. Volvió a llenar su vaso y se inclinó para beber sin derramar, sin ayuda de las manos.
El hombre permaneció un rato de pie, silencioso e inmóvil. Después volvió al corredor para buscar un sombrero y un abrigo. Ella esperó quieta el ruido del coche; luego, casi feliz en el centro exacto de la soledad y del silencio, estuvo sacudiendo la cabeza atontada y otra vez más puso coñac en la copa. Estaba decidida, segura ya de que era inevitable, sospechando que lo había querido desde el momento que vio el pozo y, adentro, el tórax del hombre que cavaba, los brazos enormes y blancos cumpliendo sin esfuerzo el ritmo del trabajo. Pero no podía renunciar a la desconfianza: no lograba convencerse de que era ella quien estaba eligiendo, pensaba que alguien, otros o algo había decidido por ella.
Fue fácil y ella lo sabía de tiempo atrás. Esperó en el jardín, en sus restos, tejiendo sin interés como siempre, hasta que la bestia salió de la cueva, tomó un jarro de agua y anduvo buscando la manguera para refrescarse. Le hizo una seña y lo trajo. Junto al garaje, aventuró preguntas tontas. No se miraban. Ella preguntó si podrían volver a trepar allí flores y plantas, arbustos o yuyos, cualquier forma vegetal y verde.
El hombre se agachó, estuvo escarbando con las uñas sucias y roídas el pedazo de tierra arenosa que le ofrecían.
—Puede —dijo al levantarse—. Es cuestión de querer, un poco de paciencia y cuidado.
Rápida y susurrante y voluntariosa, sin haberlo oído, con las manos unidas en la espalda, mirando el cielo nuboso y su amenaza, la mujer ordenó:
—Después que se vayan. Y que nadie lo sepa. ¿Jura?
Impasible, ajeno, sin enterarse, el hombre se tocó la sien y asintió con su voz pesada.
—Vuelva a la seis y entre por el portón.
El gigante se alejó sin despedirse, lento, balanceándose. El viejo estuvo escuchando a los ángeles que anunciaban las cinco de la tarde y ordenó el regreso. Aquella tarde ella dejó en paz las cinacinas; lenta, sonámbula, arrepentida e incrédula fue trepando la escalera y cuidó al niño. Luego, desde la ventana, se puso a vigilar el camino, a mirar el creciente añil del cielo. “Estoy loca, o estuve y lo sigo estando y me gusta”, se repetía con una invisible sonrisa feliz. No pensaba en la venganza, en el desquite; apenas, levemente, en la infancia lejana e incomprensible, en un mundo de mentira y desobediencia.
El hombre llegó al portón a las seis, con el yuyo mascado adornándole una oreja. Ella lo dejó caminar, muy lento, un rato, sobre el cemento que cubría el jardín asesinado. Cuando el gigante se detuvo, bajó corriendo —el tambor veloz y acompasado de los peldaños bajo sus tacos— y se acercó empequeñecida, hasta casi tocar el cuerpo enorme. Le olió el sudor, estuvo contemplando la estupidez y la desconfianza en los ojos parpadeantes. Empinándose, con un pequeño furor, sacó la lengua para besarlo. El hombre jadeó y fue torciendo la cabeza hacia la izquierda. —Está el galpón —propuso.
Ella rió suavemente, breve; estuvo mirando calmosa las cinacinas, como si se despidiera. Había manoteado una muñeca del hombre.
—No en el galpón —repuso por fin y con dulzura—. Muy sucio, muy incómodo. O arriba o nada —como a un ciego lo guió hasta la puerta, lo ayudó a subir la escalera. El niño dormía. Misteriosamente, el dormitorio se conservaba idéntico, invicto. Persistían la cama ancha y rojiza, los escasos muebles, el armario de las bebidas, las cortinas inquietas, los mismos adornos, floreros, cuadros, candelabro.
Sorda, lejana, lo dejó hablar sobre el tiempo, jardines y cosechas. Cuando el pocero estaba terminando la segunda copa se le acercó a la cama y dio otras órdenes. Nunca había imaginado que un hombre desnudo, real y suyo pudiera ser tan admirable y temible. Reconoció el deseo, la curiosidad, un viejo sentimiento de salud dormido por los años. Ahora lo miraba acercarse; y empezó a tomar conciencia del odio por la superioridad física del otro, del odio por lo masculino, por el que manda, por quien no tiene necesidad de hacer preguntas inútiles.
Lo llamó y tuvo al pocero con ella, hediondo y obediente. Pero no se pudo, una vez y otra, porque habían sido creados de manera definitiva, insalvable, caprichosamente distinta. El hombre se apartó rezongando, con la garganta atascada y odiosa:
—Siempre es así. Siempre me pasó —hablaba con tristeza y recordando, sin rastro de orgullo.
Oyeron el llanto del niño. Sin palabras, sin violencia, ella consiguió que el hombre se vistiera, le dijo mentiras mientras le acariciaba la mejilla barbuda:
—Otra vez —murmuró como despedida y consuelo.
El hombre se metió de regreso en la noche, mordiendo acaso un yuyo, pisoteando la ira, el antiguo, injusto fracaso.
(En cuanto al narrador, sólo está autorizado a intentar cálculos en el tiempo. Puede reiterar en las madrugadas, en vano, un nombre prohibido de mujer. Puede rogar explicaciones, le está permitido fracasar y limpiarse al despertar lágrimas, mocos y blasfemias.)
Tal vez haya sucedido al día siguiente. Tal vez el viejo, la cara flaca, más vieja que él, libre de expresión, haya esperado un tiempo más. Media semana, supongamos. Hasta que la vio ambular por lo que había sido jardín, entre la casa y el galpón, colgando pañales de un alambre.
Encendió el flojo cigarrillo y, antes de moverse, susurró malhumorado a los peones:
—Quiero saber si nos adelantan la quincena.
Muy lento, casi gimiendo logró desprenderse del asiento y anduvo rengueando hacia la mujer. La encontró sin esperanza, más infantil que nunca, casi tan liberada del mundo y sus promesas como él mismo. El seminarista arquitecto la miró con lástima, fraternal.
—Escuche, señora —pidió—. No necesito respuesta. Ni siquiera, con usted, palabras.
Trabajosamente extrajo de un bolsillo del pantalón un puñado de rosas recién abiertas, pequeñas hasta el prodigio, vulgares, con los tallos quebrados. Ella las tomó sin vacilar, las envolvió en un trapo húmedo y continuó esperando. No desconfiaba; y los ojos cansados del viejo sólo servían para dar paso a unas antiguas ganas de llorar que no estaban ya relacionadas con su vida actual, con ella misma. No dijo gracias.
—Escuche, hija —volvió a pedir el viejo—. Eso, las rosas, son para que usted olvide o perdone. Es lo mismo. No importa, no queremos saber de qué estamos hablando. Cuando las flores se mueran y tenga que tirarlas, piense que somos, nos guste o no, hermanos en Cristo. Le habrán dicho muchas cosas de mí, aunque usted vive sola. Pero no estoy loco. Miro y soporto.
Agachó la cabeza para saludar y se fue. Fatigado por el monólogo empezaba a escuchar en el aire quieto y tormentoso de la tarde el preludio de las cinco campanadas.
—Vamos —dijo a los poceros—. No hay quincena adelantada, parece.
Después de varias noches entre la espera y una esperanza sin destino, una, antes del aburrimiento del libro y el sueño indominable, oyó el ruido del coche en el garaje, el atenuado silbido que trepaba cuidadoso la escalera. Ignorante, inocente en definitiva de tantas cosas, el hombre silbaba “The man I love”.
Ella lo miró moverse, le hizo una mueca de saludo, aceptó la copa que le acercaron.
— ¿Fuiste al médico? —preguntó la mujer—. Lo habías prometido, ¿o lo juraste?
El perfil huesudo sonrió sin volverse, feliz por darle algo.
—Sí. Fui. No pasa nada. Un hombre esquelético desnudo frente a un gordo apacible. La rutina de las placas y los análisis. Un hombre gordo en guardapolvo, tal vez no exageradamente limpio, que no creía en su martillito, en su estetoscopio, en las órdenes que se puso a escribir. No; no pasa nada que ellos puedan comprender, curar.
Ella aceptó, por primera vez, otra copa rebosante. Movió los dedos y tuvo un cigarrillo. Estuvo riendo y envaró el cuerpo para suprimir la tos. El hombre la miraba, asombrado, casi feliz. Dio un paso para sentarse en la cama, pero ella, lenta, se fue apartando de las sábanas, de la caricia paternal. Conservaba medio cigarrillo encendido y continuó fumando, cautelosa.
Estaba de espaldas cuando dijo:
— ¿Por qué te casaste conmigo?
El hombre le miró un rato las formas flacas, el pelo enrevesado en la nuca; luego caminó hacia atrás, hacia el sillón y la mesa. Otra copa, otro cigarrillo, rápido y seguro. La pregunta de la mujer había envejecido, marcaba arrugas, se extendía en desorden como una planta de hiedra aferrada a un muro con sus uñas. Pero tuvo que ganar tiempo; porque la mujer, aunque nunca llegaron a saberlo ellos, aunque nunca lo supo nadie, era más inteligente y desdichada que el hombre flaco, su marido.
—No tenías dinero, no fue por eso —trató de bromear el hombre—. El dinero vino después, sin culpa mía. Tu madre, tus hermanos.
—Ya estuve pensando en eso. Nadie lo hubiera adivinado. Y además, no te interesa el dinero. Lo que es peor, se me ocurre a veces. Entonces vuelvo: ¿por qué te casaste conmigo?
El hombre fumó un rato en silencio, diciendo que sí con la cabeza, dilatando los labios exangües encima de la copa.
— ¿Todo? —preguntó por fin; estaba lleno de cobardía y de lástima.
—Todo, claro —la mujer se incorporó en la cama para verle enflaquecer la cabeza endurecida y resuelta.
—Tampoco lo hice porque estuvieras esperando un hijo de Mendel. No hubo piedad, ningún deseo de ayudar al prójimo. Entonces era muy simple. Te quería, estaba enamorado. Era el amor.
—Y se fue —afirmó ella desde la cama, casi gritando. Pero, inevitablemente, también preguntaba.
—Con tanta astucia y disimulo y traición. Se fue; no podría decir si eligió semanas o meses o prefirió desvanecerse suavemente, una hora y otra. Es tan difícil de explicar. Suponiendo que yo sepa, que entienda. Aquí, en el balneario que inventó Petrus, eras la muchacha. Con o sin el feto removiéndose. La muchacha, la casi mujer que puede ser contemplada con melancolía, con la sensación espantosa de que ya no es posible. El pelo se va, los dientes se pudren. Y, sobre todo, saber que para vos nacía la curiosidad y yo empezaba a perderla. Es posible que mi matrimonio contigo haya sido mi última curiosidad verdadera.
Ella continuó esperando, en vano. Por fin se levantó, se puso una bata y enfrentó al hombre en la mesa.
— ¿Todo? —preguntó—. ¿Estás seguro? Te pido por favor. Y si es necesario que me arrodille... Por este pequeño pasado que nos ayudamos a pisotear, sin acuerdo, libres, por este pasado encima del cual, hombro contra hombro, por razones de espacio, nos agachamos para aliviarnos...
El hombre, con el cigarrillo colgando de la boca adelgazada, se volvió hacia ella y las vértebras le sonaron en la nuca. Sin piedad ni sorpresa, apagada por la costumbre, ella estuvo mirando el rostro de cadáver.
— ¿Todo? —se burló el hombre—. ¿Más todo? —hablaba hacia la copa en alto, hacia momentos perdidos, hacia lo que creía ser—. ¿Todo? Tal vez no lo comprendas. Ya hablé, creo, de la muchacha. —De mí.
—De la muchacha —porfió él.
La voz, las confusiones, la cuidada lentitud de los movimientos. Estaba borracho y próximo a la grosería. Ella sonrió, invisible y feliz.
—Eso dije —continuó el hombre, despacio, vigilante—. La que todo tipo normal busca, inventa, encuentra, o le hacen creer que encontró. No la que comprende, protege, mima, ayuda, endereza, corrige, mejora, apoya, aconseja, dirige y administra. Nada de eso, gracias.
— ¿Yo?
—Sí, ahora; y todo el maldito resto —se apoyó en la mesa para ir al baño.
Ella se quitó la bata, el camisón de pupila de orfelinato y lo estuvo esperando. Lo esperó hasta verlo salir desnudo y limpio del baño, hasta que le hizo una vaga caricia y, tendido a su lado en la cama, comenzó a respirar como un niño, en paz, sin recuerdo ni pecado, inmerso en el silencio inconfundible donde una mujer ahoga su llanto, su exasperación domada, su sentido atávico de la injusticia.
El segundo pocero, el flaco y lánguido, el que parecía no entender la vida y pedirle un sentido, una solución, resultó más fácil, más suyo. Acaso por la manera de ser del hombre, acaso porque lo tuvo muchas veces.
Después de las cinco se hería con las cinacinas, cerrando los ojos. Se lamía lentamente las manos y las muñecas. Desgarbado, vacilante, sin comprender, el segundo pocero llegaba a las seis y se dejaba llevar al galpón que olía a encierro y oveja.
Desnudo, se hacía niño y temeroso, suplicante. La mujer usó todos sus recuerdos, sus repentinas inspiraciones. Se acostumbró a escupirlo y cachetearlo, pudo descubrir, entre la pared de zinc y el techo, un rebenque viejo, sin grasa, abandonado.
Disfrutaba llamándolo con silbidos como a un perro, haciendo sonar los dedos. Una semana, dos semanas o tres.
Sin embargo, cada golpe, cada humillación, cada cobro y alegría la introducían en la plenitud y el sudor del verano, en la culminación que sólo puede ser continuada por el descenso.
Había sido feliz con el muchacho y a veces lloraron juntos, ignorando cada uno el porqué del otro. Pero, fatalmente y lenta, la mujer tuvo que regresar de la sexualidad desesperada a la necesidad de amor. Era mejor, creyó, estar sola y triste. No volvió a ver a los poceros; bajaba en el crepúsculo, después de las seis, y se acercaba cautelosa a los árboles del cerco.
—Sangre —la despertaba el hombre al volver de madrugada—; sangre en las manos y en la cara.
—No es nada —respondía ella esperando el regreso del sueño—. Todavía me gusta jugar con los árboles.
Una noche el hombre volvió para despertarla; se sirvió una copa mientras se aflojaba la corbata. Sentada en la cama, la mujer le oyó la risa y la estuvo comparando con el ruido claro, fresco, incontenible que le había escuchado años atrás.
—Mendel —dijo por fin—. Tu maravilloso, irresistible amigo Mendel. Y, en consecuencia, mi amigo del alma. Está preso desde ayer. Y no por mis papeles, documentos, sino porque era forzoso que terminara así.
Ella pidió una copa sin soda y la tomó de un trago.
—Mendel —dijo con asombro, incapaz de entender, de adivinar.
—Y yo —murmuró el hombre en tono de verdad— no sabiendo todo el día si le hago un favor entregándole al juez los sucios papeles o quemándolos.
Hasta que, en mitad del verano, llegó la tarde prevista mucho tiempo antes, cuando tenía su jardín salvaje y no habían llegado poceros a deshacerlo.
Caminó por el jardín que aplastaba el cemento y se arrojó sonriente, con técnica muy vieja y sabida, contra las cinacinas y sus dolores.
Rebotó en blanduras y docilidades, como si las plantas se hubieran convertido repentinamente en varas de goma. Las espinas no tenían ya fuerza para herir y goteaban, apenas, leche, un agua viscosa y lenta, blancuzca, perezosa. Probó otros troncos y todos eran iguales, manejables, inofensivos, rezumantes.
Se desesperó al principio y terminó por aceptar; tenía la costumbre. Ya habían pasado las cinco de la tarde y los peones se habían ido. Arrancando al paso algunas flores y hojas se detuvo para rezar, de pie, debajo de la araucaria inmortal. Alguien gritaba, hambriento o asustado en el primer piso. Con una flor magullada en la mano, comenzó a subir la escalera. Amamantó al niño hasta sentirlo dormido. Después se bendijo y fue refregando los pasos hacia el dormitorio. Escarbó en el ropero y pudo encontrar, casi en seguida, entre camisas y calzoncillos, el Smith and Wesson, inútil, impotente. Todo era un juego, un rito, un prólogo.
Pero volvió a rezar, mirando el brillo azuloso del arma, dos primeras mitades del Ave María; fue resbalando hasta caer en la cama, reconstruyó la primera vez y tuvo que abandonarse, llorar, ver de nuevo la luna de aquella noche, entregada, como una niña. El caño helado del revólver muerto atravesó los dientes, se apoyó en el paladar.
De vuelta al cuarto del niño le robó la bolsa de agua caliente. En el dormitorio, envolvió en ella el Smith and Wesson, aguardando con paciencia que el caño adquiriera temperatura humana para la boca ansiosa.
Admitió, sin vergüenza, la farsa que estaba cumpliendo. Luego escuchó, sin prisa, sin miedo, los tres golpes fallidos del percutor. Escuchó, por segundos, el cuarto tiro de la bala que le rompía el cerebro. Sin entender, estuvo un tiempo en la primera noche y la luna, creyó que volvía a tener derramado en su garganta el sabor del hombre, tan parecido al pasto fresco, a la felicidad y al veraneo. Avanzaba pertinaz en cada bocacalle del sueño y el cerebro deshechos, en cada momento de fatiga mientras remontaba la cuesta interminable, semidesnuda, torcida por la valija. La luna continuaba creciendo. Ella, horadando la noche con sus pequeños senos resplandecientes y duros como el zinc, siguió marchando hasta hundirse en la luna desmesurada que la había esperado, segura, años, no muchos.



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